“¿Me dejas hacer mi trabajo?”, dijo finalmente, claramente molesta.
Me disculpé, pero también empecé a sollozar. “Mi marido acaba de morir y no tengo un plan B. No sé qué le pasaría a mi hija si me enfermo”.
“Lo siento”, dijo, con un tono más suave.
Mi marido murió sin testamento. Éramos jóvenes, no teníamos dinero. El testamento no era una prioridad. Esa tarde, volví a casa, llamé a un abogado y pronto hice uno, nombré a un amigo cercano como tutor legal de mi hija. Dos semanas después, las biopsias resultaron benignas.
Sin embargo, la ansiedad de ser madre sin una red de seguridad no disminuyó. Al año siguiente, cuando tuve que volar sola por primera vez, sufrí un ataque de pánico de camino al aeropuerto. Llamé a mi amiga y le enumeré todo lo que necesitaba saber sobre mi hija: el nombre de su profesora, el número de teléfono del pediatra, dónde había guardado un duplicado de emergencia de su cobija favorita.
Mi amiga escuchó pacientemente. Cuando me detuve, me dijo: “Sabes que solo vas a Washington D. C., ¿verdad?”.
Con el tiempo, aprendí a prepararme para ciertos acontecimientos. Sin embargo, a menudo eran los incidentes más pequeños los que me sorprendían. Cuando mi hija estaba en tercer curso, su profesora decidió que la clase hiciera tarjetas para el Día del Padre. Yo no estaba al tanto del proyecto; lo único que sabía era que empezó a hacer berrinches en casa, y una tarde trajo a casa una intrincada tarjeta en 3D que había hecho. Sin padre ni abuelo, no sabía qué hacer con ella, así que la arrojó al suelo.
Una noche, cuando tenía 11 años, tuvo una fiebre de 40 grados. No pude conseguir que levantara la cabeza del suelo, y mucho menos que se tragara un Tylenol de tamaño adulto, que era todo lo que tenía en casa. Era medianoche cuando llamé al pediatra de guardia.
“Envíe a alguien por aspirinas líquidas para bebés”, dijo el médico.
“No tengo a nadie a quien enviar”, dije con un tono de desesperación.