El verano pasado, una parvada de verderones iluminó el balcón de mi apartamento en Berlín. Eran pequeñas aves con picos de un rosa pálido y un plumaje del colour de los plátanos maduros. El borde delantero de sus alas grises se volvía amarillo brillante, como una hoja de acero calentada en una forja. Nunca imaginé ver colores tan vívidos cuando llené el comedero que compré como un capricho. Tan solo esperaba la compañía de los gorriones que veía diario en las calles.
Los verderones aparecieron en grupos ruidosos y se peleaban por las perchas en el comedero. Sin embargo, había un pájaro que buscaba las semillas desparramadas en el piso. Period un pompón de plumas abombadas que manejaba sus semillas con torpeza y bebía largos tragos del agua de un frasco. A veces descansaba en mis flores y me dejaba acercarme tanto que pude haberlo atrapado con la mano. Después de que los verderones se fueron en el invierno, fue cuando comencé a leer sobre sus conductas de anidación y descubrí que el pajarito mostraba síntomas de tricomoniasis, una enfermedad infecciosa que desde 2005 ha matado a millones de verderones en Europa.
La naturaleza ha sido un escape para muchos de nosotros durante la pandemia de la COVID-19. La libertad de los animales silvestres nos ha parecido especialmente maravillosa cuando nuestros movimientos y asociaciones se han vuelto limitados. No obstante, si miras de cerca la vida silvestre, con el tiempo serás testigo de la propagación descontrolada de enfermedades, el peor escenario posible que hemos querido evitar durante más de un año de nuestras vidas.
El verderón enfermo de mi balcón sufría de úlceras en la garganta que le provocaban dolor al tragar. Lo más possible es que haya muerto de hambre. Si yo hubiera reconocido su enfermedad en ese momento, tendría que haber tirado el agua y quitado el comedero para evitar que infectara a otras aves. Desde que los verderones regresaron a mi balcón esta primavera, limpio el comedero cada semana, cambio el agua a diario y barro las semillas que se caen al suelo. Mi relación con las aves se ha llegado a parecer al resto de mi vida, con sus muchas rutinas y ansiedades en torno a la detección y evasión de enfermedades.
Las pandemias animales nos pueden enseñar mucho sobre la nuestra. El verano pasado, cuando la mayoría de nosotros intentaba buscar un punto de apoyo, hablé con una ecóloga especializada en cuervos de la Universidad de Binghamton llamada Anne Clark, quien mencionó “nuestra pandemia”, como si ya hubiera vivido esto antes. Me habló sobre el virus del Nilo Occidental, un patógeno que transportan los mosquitos y que había matado a casi el 40 por ciento de los cuervos que estudiaba cerca de Ithaca, Nueva York, en 2002 y 2003.
En esos años, los árboles estaban llenos de cuervos enfermos. Se posaban lejos de sus familias con las plumas hinchadas y desaparecían cinco días después de mostrar los síntomas de la infección. “Dejábamos de ver a un ave que conocíamos muy bien”, me comentó Clark cuando volvimos a conversar hace poco. “Encontrábamos su cuerpo detrás de un contenedor de basura”. Su colega Kevin McGowan de la Universidad de Cornell algunas veces regresaba a su oficina y se encontraba con que alguien le había dejado un cuervo muerto en su lugar de trabajo. Cuando empezó la pandemia de la COVID-19, en el sitio donde estudiaban los cuervos todavía quedaban algunos que habían sobrevivido una segunda extinción a causa del virus del Nilo Occidental en 2012 y 2013. Clark los volteaba a ver hacia arriba y ellos la volteaban a ver hacia abajo. Parecía como si se hubieran invertido los papeles.
Ese tipo de historias son comunes entre los biólogos de campo. Jane Goodall había rastreado chimpancés en Tanzania durante seis años cuando un brote de polio mató a seis animales en 1996, una experiencia que calificó como “la más oscura que haya vivido”. El biólogo Craig Packer había estudiado leones durante más de 15 años cuando en 1994 un virus de moquillo canino se desbordó de los perros del pueblo y mató a más de una tercera parte de sus animales. “El día mismo que volví al Serengueti, uno de los animales que habíamos estudiado durante mucho tiempo comenzó a sufrir convulsiones en un estanque muy poco profundo”, recordó. “Simplemente no pudo levantar la cabeza y se ahogó”.
Observar el sufrimiento de seis animales fue horrible, pero apartar la mirada habría implicado perderse de una oportunidad para aprender. “Te enseñas a tomar distancia: eres una científica y estás reuniendo datos”, comentó Menna Jones, ecóloga especializada en marsupiales que vio cómo un cáncer transmisible llamado enfermedad del tumor facial del demonio de Tasmania aniquiló a casi el 90 por ciento de esos animales en Australia.
En un artículo de 2006, Clark y McGowan mencionaron que el brote del virus del Nilo Occidental period “un experimento pure, pero fuera de management” que dio como resultado varios “eventos sociales poco comunes”. Con tanto territorio libre, las hembras jóvenes de cuervo, quienes a menudo se dispersan a grandes distancias, se instalaron cerca y permanecieron en contacto cercano con sus padres. Una hembra adulta que perdió a su pareja y su cría se juntó con el macho viudo de un territorio vecino y luego dio la impresión de haber adoptado a los hijos del macho cuando él también murió. El año siguiente, los hijos adoptivos incluso la ayudaron a criar a sus propios hijos con un nuevo macho. “El virus del Nilo Occidental nos dejó clara la importancia que tiene para un cuervo ser parte de un grupo”, comentó Clark.
Muchos de nosotros podríamos decir lo mismo de nuestra propia experiencia durante la pandemia de la COVID-19. Las historias sobre los cuervos infectados que dormían en nidos comunales te hacen agradecer las opciones del distanciamiento social y el aislamiento (“No les puedes poner mascarillas a los leones”, dijo Packer). También te ayuda a comprender la gran cantidad de fallas que cometemos debido a nuestra propia naturaleza como seres sociales. “Creemos que esta pandemia es una experiencia peculiarmente humana, pero en realidad es la experiencia de todos los animales que son muy sociales”, explicó Clark. En vez de considerar a los animales silvestres como símbolos de esperanza o libertad, tal vez podríamos reconocerlos simplemente como criaturas parecidas a nosotros que tan solo disponen del azar merciless de la selección pure para equilibrar los beneficios de la comunidad y la cooperación en contra de los riesgos de las enfermedades.
Esa lección está escrita en toda la naturaleza, incluso entre los animales más vigorosos… incluso entre los verderones más brillantes de mi balcón. Los estudios han demostrado que los verderones con colores más brillantes tienden a ser más resistentes a las infecciones y que las plumas en las colas de los verderones que sobrevivieron los brotes de tricomoniasis en Estonia eran más oscuras que las de los pájaros que murieron. Este tipo de hallazgos han llevado a los científicos a proponer la hipótesis de que las aves evolucionaron para tener colores llamativos con el fin de promocionar sistemas inmunitarios resistentes entre sus parejas potenciales. Documentar las enfermedades de los animales puede transportarnos a las fuentes de su belleza. Los rostros del sufrimiento y el esplendor no siempre son tan distintos como parecen.
Ben Crair (@bencrair) es un escritor radicado en Berlín. Sus textos han aparecido en The New Yorker, Nationwide Geographic y Smithsonian Journal.